Hace años, cuando aún no tenía claro qué era eso de la identidad corporativa, tuve la suerte de conocer el libro Imagen Global, de Joan Costa. Por entonces yo no sabía cuál era la diferencia entre un anagrama y un logotipo. Y el vocablo “marca”, nunca se lo escuché a los compañeros que tenían más conocimientos que yo. En esencia, la obra de Costa hablaba del concepto de imagen integral. No había que dejarla reducida a unos impresos, a una papelería específica, que era lo habitual. La imagen había que asumirla e implantarla en todas las áreas de la empresa. Un discurso aplicable desde la gráfica sobre el papel hasta el trato que recibes cuando te atiende el personal en sus dependencias, por ejemplo. Todo al objeto de cohesionar la filosofía empresarial. La razón de ser de un proyecto que aspira a consolidarse con el paso del tiempo.
Si transcurridos los años el branding, el marketing one to one o la Responsabilidad Social Corporativa son aspectos importantísimos ya asumidos, que giran en torno a la filosofía y la vida empresarial, ¿por qué no resulta creíble la publicidad de los bancos? ¿Por qué hay una diferencia tan abismal entre la comunicación y el servicio real que prestan?
Creo que los mensajes están demasiado idealizados. Proliferan abundantes sonrisas, un recurso muy poco convincente cuando se abusa. Se proyecta un estado de bienestar que se pone en entredicho, porque no se corresponde con la realidad que se vive. Se invita y anima a los consumidores a dar pasos que, probablemente, no se los hubieran planteado nunca. Al menos con este tipo de productos, por simple recelo. Los conceptos de comunicación creo que se inclinan hacia imposiciones de marketing, cuando existen otras soluciones creativas más próximas a las inquietudes reales de los usuarios. Pero, por muy bien que lo pongan, en torno a este tipo de mensajes siempre estará presente la letra pequeña en la mente del público . No hay confianza, más bien todo lo contrario. Y eso sí que supone un freno a la credibilidad.
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